OTOÑO ROJO

Madrid, principios de noviembre de 1936.



Enseñó su placa al llegar al número 12 de la calle Trafalgar, situada en el madrileño barrio de Chamberí. El miliciano de guardia la observó con una mezcla de desdén y extrañeza, como si el mero hecho de que un policía de la Brigada Criminal apareciera por allí fuera una circunstancia inusual. Y así era, por desgracia. Desde el inicio de la guerra, las deserciones, las depuraciones políticas y las huidas a las embajadas habían sido una constante entre los funcionarios del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, del que dependía directamente la Brigada Criminal. Sobre el papel, el cuerpo policial que había antes de la sublevación militar seguía existiendo; en la práctica, eran los milicianos de los diferentes sindicatos y partidos políticos los que asumían aquellas funciones que, apenas meses atrás, correspondían a tipos como él. 
  El inspector de segunda Martín Espejo era, ante todo, un profesional. Sin adscripción política conocida, ateo convencido —aunque no militante—, ni monárquico ni republicano, nunca se sintió identificado ni con las izquierdas ni con las derechas. Se trataba, más bien, de un bicho raro entre tanta convulsión ideológica, tanto revolucionaria como conservadora. Un funcionario gris, aunque tremendamente astuto, que procuraba pasar desapercibido; de esas mezclas mundanas entre un rostro duro y común, la estatura media en un policía de su edad y un típico traje de sastre, completado con sombrero negro y zapatos baratos. 
  Hacía frío en el interior del descansillo, mucho más que en el exterior. Un guardia de asalto, que bajaba por las escaleras cuando él las enfiló, le saludó llevándose la mano a la gorra. Al hacer el gesto, aquel guardia empalidecido dejó ver su chaqueta manchada con restos de vómito. Todavía nadie le había aclarado con qué se iba a encontrar en uno de los pisos de la segunda planta, pero estaba claro que no se trataba de un asesinato común, de un ajuste de cuentas o de algún tipo de ejecución política. Tampoco de un caso de interrogatorio con episodios de tortura. Si los agentes del NKVD que pululaban por Madrid —tanto los rusos como sus secuaces comunistas españoles—, fueran los autores de aquello, su jefe no le habría enviado a meter las narices en el asunto. Los rumores de la influencia de los asesores soviéticos en el Gobierno de la República no eran un invento, desde luego. Y, por esa razón, mientras subía aquellas escaleras de madera, su curiosidad no dejó de aumentar.
  La puerta del piso se encontraba abierta cuando llegó a la segunda planta. Se oían las voces de varios hombres en el interior. Estas, se apagaron de pronto por el ruido de sus pasos; unos pasos que, imaginó, alertaron de su presencia allí. Un joven miliciano, con gorra rojinegra y brazalete de la CNT, fue el que salió a recibirle. 
  —¿Es usted de la Brigada?
  Espejo asintió, antes de quitarse el sombrero, y el muchacho se apartó para darle paso. Tras entrar en el recibidor, no tardó en percibir el nauseabundo olor a carne descompuesta. Aquel hedor resultó tan fuerte que tuvo que sacar su pañuelo para taparse las fosas nasales. Logró calcular, casi de inmediato, por la intensidad y por su textura, que el cadáver llevaba muerto una semana. Quizá dos. Después, no tardó en detenerse en medio del salón para contemplar el panorama que tenía delante. Decoración austera, muebles viejos y ausencia de radio. Tampoco había plata, oro o joyas, al menos sobre las estanterías y las repisas.
  Y allí se encontraba ella, clavada en la pared de la ventana. No tendría más de veinte años. Su cuerpo violentado apenas estaba cubierto por una blusa, hecha girones, y la ropa interior. Formaba una cruz perfecta, con unos clavos incrustados en sus manos. La cara estaba desfigurada por los golpes y los cortes. Para finalizar aquella terrible visión, un reguero de sangre seca y coagulada caía desde su entrepierna y acababa en sus tobillos. 
  Apoyados en el ventanal próximo, los dos hombres que velaban el cadáver ya le observaban con curiosidad. No parecían afectados por el olor repugnante que lo impregnaba todo. 
  —Soy el inspector Martín Espejo —volvió a presentarse, tras guardarse el pañuelo y sacar su placa de la Brigada Criminal.
  —Ah, bien. Estupendo —respondió el tipo más alto, ataviado con traje gris y gafas de oficinista—. El marrón es todo suyo, inspector. 
  —¿Y usted es…?
  —Soy el teniente Pérez, de la Guardia de Asalto. Y este es Antonio Sirte, el jefe de los milicianos que han encontrado el cadáver. 
  Espejo observó al hombre enjuto y pequeño que estaba al lado de teniente Pérez. Iba vestido con un mono azul y boina militar. Tanto el teniente como Sirte se acercaron a él con la intención de estrecharle la mano. 
  —¿Cómo han encontrado el cadáver sus hombres, señor Sirte? —preguntó Espejo, una vez concluida aquella presentación formal.
  —¿A qué se refiere?
  —La razón por la que han irrumpido aquí, en esta casa precisamente. 
  Sirte miró al teniente de soslayo, con cierto disimulo. La Guardia de Asalto había mantenido casi todos sus efectivos por la alta politización de sus miembros e, incluso, aún mantenía una cierta autoridad entre el caos que existía en las calles. Espejo pensó que, sin el plácet del teniente, aquel miliciano de la CNT no iba a responder a su pregunta. Por fortuna, Pérez sí hizo ese gesto dirigido al cenetista; un gesto que, en realidad, fue una orden.  
  —Tenían directrices mías de confiscar la casa y los bienes. Pertenecen a los padres de la chica. Esos dos tenían una tahona cerca de la glorieta de Bilbao. Por cierto, si realmente se trata de su hija, se llamaba Petra Riesgo. 
  —¿Y dónde están los padres?
  Se hizo un silencio, bastante incómodo, antes de que Sirte respondiera.
  —Los señores de Riesgo están desaparecidos desde hace un par de meses. 
  —Lo suponía. —La respuesta de Espejo fue lacónica, irónica tal vez, dando a entender que comprendía perfectamente el significado de «desaparecidos».
  —¿Alguna pregunta más, inspector? —preguntó, a continuación, el teniente Pérez, con un tono que denotó su ansia por largarse cuanto antes de allí. 
  —No, eso es todo. ¿Cuánto tiempo tengo, teniente?
  —Diez minutos. Necesitamos despejar esto lo antes posible, para que no se quejen en la finca por el olor y se monte aquí una pelotera de cojones. Por cierto, olvídese de los vecinos, no saben nada ni han visto nada. El piso queda en manos del compañero Sirte y la CNT.
  Sirte sonrió, de forma socarrona, antes de marcharse junto al teniente. Se quedó solo allí, con la única compañía de aquel cadáver crucificado y torturado, en medio de un salón que parecía pertenecer a una casa humilde, algo que no cuadraba con la supuesta buena posición de sus dueños. Esa fue la primera conclusión a la que llegó, la chica había perdido a sus padres y, con ellos, su única fuente de ingresos. No podía saberlo con seguridad, pero era posible que los activos de sus progenitores estuvieran invertidos en la tahona, supuso que ahora intervenida por la CNT tras la desaparición. Eso explicaría la falta de objetos de valor, muebles y demás enseres, que ella habría vendido para seguir manteniendo el nivel de vida que su familia le había procurado. Cuando miró, de nuevo, al cadáver, supo de inmediato que aquello no se trataba de un crimen político o de una venganza personal; de ser así, no le habrían asignado aquella investigación. Estaba claro que si los culpables fueran hombres de Sirte, o agentes comunistas infiltrados en su territorio, aquel cuerpo que tenía justo delante no hubiera aparecido. Y aún menos en aquellas terribles circunstancias.    
  Disponía de poco tiempo y echó un segundo vistazo a su alrededor, concentrándose esta vez en los detalles. Ya no solo se trataba de aquellos escasos diez minutos que le habían concedido, también de la necesidad de salir de allí y dejar de respirar aquel aire corrompido por el efecto de la putrefacción. No obstante, no había mucho que rascar. La mesa y las estanterías estaban llenas de polvo, pero prácticamente vacías. Solo encontró un par de fotos de la familia junto con otra, esta última bastante reciente, en la que aparecía una chica sonriente y atractiva. Tras guardarse aquella fotografía, sacó su pañuelo, otra vez, y se lo llevó a la boca, con el objeto de acercarse al cadáver. Al levantarle la cabeza se convenció de que, sin duda, se trataba de la misma persona. Tras examinar el cuerpo de forma meramente ocular, sí le llamó la atención un detalle. Llevaba ropa interior de encaje, excesivamente sugerente. Sus conexiones neuronales trabajaron de forma tan rápida que apenas transcurrieron un par de segundos antes de confluir en un solo pensamiento: quizá aquella pobre muchacha, desesperada por su situación económica, se estaba prostituyendo. Aquella era la única pista que tenía y el tiempo apremiaba. Tanto, que ya podían oírse los pasos de los milicianos que subían por las escaleras. 
  Quizá, aquellos diez minutos se acababan de convertir en cinco.  


Había pasado parte del día visitando los prostíbulos más cercanos al número 12 de la calle Trafalgar. Después de enseñar la foto de la chica y preguntar por su nombre, en cada uno de aquellos locales, nadie parecía conocerla. Además, las opciones se reducían por la escasez de lupanares abiertos, muchos de ellos clausurados por la CNT en los meses anteriores. De hecho, había empezado a anochecer y aún no tenía un solo indicio de que su débil teoría fuese cierta, de que aquella chica hubiera recurrido a la prostitución. Se detuvo en una de las esquinas de la calle San Mateo para apoyarse sobre una farola, quizá para decidir su próximo paso. Extrajo un tritón del bolsillo derecho de su chaqueta y lo prendió. Iba a dar una segunda y profunda calada cuando alguien le rozó en el hombro. Se revolvió, casi con violencia, en medio de aquella calle solitaria y semioscura. Se trataba de una mujer de mediana edad, vestida con falda corta y maquillada en exceso. Casi rompe en carcajadas al ver la reacción que había causado en él. 
  —Tranquilo, chulo —espetó aquella mujer, con una sonrisa. 
  —Quién demonios es usted.
  —Soy Lola, la Pisamal. 
  —No estoy de putas.
  —Lo sé, sé que eres de la Brigada. Aunque ya no pintáis una puta mierda.
  Espejo sonrió, de forma irónica, y se acicaló el sombrero. Lanzó el cigarro al suelo, con desdén, y lo pisó.
  —Entonces, qué demonios quieres. 
  —Sé quién es el último tipo con el que se fue tu chica. 
  —¿Cómo?
  —Sí, joder. Has estao en el local donde trabajo, hace un par de horas. Las chicas me han contao que buscabas a la nueva. No te han dicho ná porque los de la Brigada nos habéis jodido mucho cuando pintabais algo, pero llevamos sin verla dos semanas y, aunque la conozco de poco, estoy preocupá. También me han rajao como ibas vestido y lo de tu cara de matón con malas pulgas. —La Pisamal volvió a sonreír—. Y me he dicho: joder, ese tipo se le parece. 
  —Pues vete soltando lo que sepas, a no más tardar.
  Aquella sonriente mujer extendió la mano tras la orden de Espejo.
  —Pero antes, camélate unos reales, gachó. O grito pa que vengan los milicianos. Allá te arregles con ellos. 
  Se mantuvo en silencio durante un tiempo indefinido, mirando a aquella prostituta y maldiciendo la situación a la que se había llegado. Sabía, a la perfección, que aquella mujer no estaba desencaminada. Los pocos agentes de la Brigada que quedaban en activo, como él, tenían menos autoridad que los milicianos y, ya puestos, incluso menos que los malditos serenos. Decidió, por fin, darle a la Pisamal toda la calderilla que llevaba encima.
  —Gracias, guaperas. El tipo se llama Rafael Vizconde. Vive en un estudio de esos de fotografía, en el número 34 de la calle Viriato. Cliente habitual, ya sabe.
  Contempló, sin modificar su gesto serio, como aquella mujer daba media vuelta y se marchaba calle abajo, meneando aquellas nalgas prietas y silbando la melodía de Suspiros de España.


Se encontraba cansado, hastiado de caminar por aquellas calles semidesiertas. La gente se empeñaba en aparentar normalidad, pero los aviones alemanes ya habían bombardeado varias veces la ciudad —incluyendo el Museo del Prado— y las tropas nacionales sitiaban Madrid. Aquella era la realidad. Cuando llegó a la calle Viriato ya casi era medianoche, por lo que apenas había a una pareja de milicianos por allí. A pesar del toque de queda él podía pasear por la ciudad sin miedo, gracias al salvoconducto que su jefe había conseguido para los escasos funcionarios policiales que continuaban en activo. Aun así, esperó a que aquellos dos milicianos desaparecieran de su espacio visual, tras girar por la calle Santa Engracia. No quería correr riesgos innecesarios. No cuando podía resolverlo todo aquella misma noche. 
  Abrir el portal no fue difícil. Sus habilidades con la ganzúa, que siempre llevaba encima, habían mejorado con el tiempo. Y así ocurrió, también, y solo tras asegurarse de que nadie respondía, con la puerta de aquel piso de la primera planta, donde un cartelito le confirmó que allí se encontraba el estudio de fotografía. La casa estaba en penumbra, iluminada únicamente por la luz exterior. Preguntó, en voz alta y varias veces, si había alguien dentro, sin obtener respuesta. Así que decidió, por fin, atravesar el pasillo, una vez que sus pupilas se habían acostumbrado a falta de luz. Examinó a conciencia el salón, las habitaciones y la cocina, sin llegar a encontrar nada de interés, nada que relacionara a Vizconde con la chica. Además, daba la impresión de que el fotógrafo se había marchado, llevándose con él su documentación y todo el dinero que tuviera guardado en la casa. Temió no sacar nada en claro de aquella visita hasta que encontró el cuarto de revelado, donde Vizconde guardaba la cámara y los negativos, estos últimos almacenados en un mueble de caoba. Su intuición le dijo que, de haber alguna pista, estaría allí. Palpó en su interior, buscando algún tipo de doble fondo, ya que lo único que contenían aquellos cajones eran estuches con negativos. El sonido a hueco que desprendió la base del último cajón, al golpearlo con sus nudillos, le puso en alerta. Lo extrajo y rompió la débil estructura del fondo de un puñetazo, del que emanaron decenas de sobres. Aquellas dantescas fotos que encontró en uno de ellos, uno con el nombre de Petra inscrito en el exterior, le acabaron provocaron el vómito. Ese cabrón de Vizconde había fotografiado el crimen paso por paso, tortura por tortura, violación por violación. Por desgracia, no conocía de nada a los hombres que habían ejecutado aquella aberración y que también aparecían en las fotografías, aunque uno de ellos le sonaba de haberlo visto en algún lugar, quizás en comisaria, quizás en los periódicos. Se limpió la boca de los restos de su vómito, con la manga de su chaqueta, antes de examinar el contenido de los otros sobres. En el exterior de los mismos, en lápiz, estaban escritos los nombres de varias mujeres, acompañados de fechas que iban desde 1935 hasta la más antigua, fijada en 1926. Comprobó, horrorizado, que se trataba del relato fotográfico de los crímenes cometidos contra otras chicas, unos crímenes igual de horribles y sórdidos, pero con la diferencia de que, en estos casos, Espejo sí logró identificar a algunos de los culpables. Individuos tanto de izquierda como de derechas, republicanos algunos y monárquicos otros, con poder antaño y, lo que era peor, con mucho poder en la actualidad, tanto en el bando nacional como en el republicano. Aquello se trataba de una maldita trama de degenerados, una repugnante trama de tipos que, sin duda, se creían impunes por su posición, ya fuese política o económica. Escuchó un taconeo, procedente del interior de la casa, antes de que pudiera guardarse todas aquellas fotos. Desenfundó su automática una vez se convenció de que alguien había entrado en el piso. Mantuvo la posición de disparo cuando llegó al salón, procurando estar alerta a cualquier movimiento, ruido o sombra que delatara la presencia de alguien allí. Sin embargo, no lo vio llegar. El hombre corpulento que lo esperaba agazapado tras la puerta le golpeó con una porra, sobre el brazo, lo que provocó que Espejo perdiera la estabilidad de la mano que sujetaba su arma. Antes de que pudiera responder al ataque recibió un segundo porrazo, este en la cabeza, procedente del otro tipo que apareció de entre la tiniebla. Este segundo golpe, aún más potente, le hizo perder la consciencia, sumiéndose en la oscuridad casi al instante.   


El comisario jefe estaba delante de él, sentado en el sillón de cuero de su escritorio. Espejo le había contado todo, sin escatimar en detalles, incluido su doloroso despertar, al amanecer, en aquel piso de la calle Viriato. Por supuesto, no encontró ni rastro de las fotos. Los tipos que le habían atacado no dejaron ni una sola de aquellas pruebas que inculpaban a ciertos prohombres de Estado en los crímenes más horrendos que él había visto en toda su carrera. Algunos de los cuales formaban parte del mismo Gobierno de la República. 
  —Necesito encontrar a Rafael Vizconde, jefe. Es el único nexo de unión entre lo que vi en las fotografías y los culpables. 
  —Rafael Vizconde fue detenido por los comunistas hace una semana, acusado de pertenecer a Falange. Algo que es cierto, según mis fuentes. Ayer fue evacuado de la cárcel modelo, en dirección a Valencia. Quizá los tipos que te atacaron eran agentes del NKVD, suelen merodear por las casas de los detenidos por si algún otro sospechoso aparece por allí. Aunque no tengan nada que ver con la trama, se desharían de tus fotos al encontrárselas en el piso, para no desestabilizar al Gobierno. Si fuese cierta tu teoría de que hay algún politicastro implicado, claro.  
  —Esperaré a que Vizconde llegue a Valencia, entonces. Esto no puede quedar…
  —No creo que ese hombre llegue a Valencia, Espejo.
  —¿A qué se refiere?
  —Según uno de mis informantes en el terreno, el agente Carvalho, los camiones se detuvieron en Paracuellos. No hará falta que le diga para qué. Los que evacuamos a Valencia somos nosotros, con el Gobierno. Así que olvídese del asunto.
  No tardó en ser consciente de lo que significaban aquellas palabras. El único testigo accesible, la única persona que podría destaparlo todo, ya no existía. 
  Aquellos crímenes quedarían impunes. 
  Sin remedio. 

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