L.I.F. LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD



En memoria de todos los españoles represaliados por sus ideas, creencias y opiniones.



Las hojas caían, una a una, sobre el sendero que conducía a la parte antigua del cementerio. Hojas de tonalidad marrón, que se oscurecían con la humedad provocada por la suave llovizna que completaba, de una forma cuasi artística, aquella estampa otoñal.   Acostumbraba a visitarlo con frecuencia. No por ningún tipo de patología asociada a la necrofilia, ni mucho menos, sino por esa pasión que le poseía cada vez que transitaba por esos recovecos cargados de historias personales. Y de Historia, con mayúsculas.
  Aquella tumba siempre le había fascinado. Se encontraba allí, impertérrita al paso del tiempo, como un manuscrito de piedra en medio de un océano de nombres, de fechas y de fotografías decimonónicas. Ajena, también, al hecho irrefutable de su abandono. Un par de ramilletes de flores secas encima del mármol, ajadas y consumidas por la intemperie, daban fe de ello. No pudo hacerse una idea de cuánto tiempo llevaban allí.
  Alzó la vista. El tono plomizo de las nubes que cubrían el cielo de Madrid amenazaba con romper en tormenta. Torció el gesto y se encogió de repente, tras sentir un leve escalofrío. El viento provocaba un siseo inquietante que removía las hojas en intervalos cada vez más cortos, formando remolinos que resonaban como instrumentos de viento en una suave orquesta improvisada. Metió las manos en el abrigo y, después, echó un par de ojeadas a su alrededor. Estaba solo allí, sin duda, únicamente rodeado de tumbas, de esculturas funerarias y de los susurros provocados por el aire que se filtraba a través de los sepulcros. Apenas quedaba una hora para que cerraran el cementerio y la escasa luz que atravesaba el manto de nubes, ya consumida por el ocaso de la tarde, era cada vez más débil. 
  Por fin, se repuso del escalofrío y del desasosiego del atardecer y regresó con la mirada al epitafio escrito sobre el mármol. “Ygnacio Díaz Zuazua. 11 abril 1873-7 marzo 1930. Como un recuerdo que simbolice la unión de los masones graban este mármol sobre la tumba de hermano víctima de la dictadura. Por ella fue perseguido y la injusticia le llevó al Oriente Eterno”. Las siglas L.I.F. —Libertad, Igualdad y Fraternidad— y el símbolo masónico compuesto por el compás y la escuadra completaban aquel epitafio, ya casi ilegible por el paso del tiempo, la lluvia, el crecimiento del musgo y el olvido de la eternidad. Leyó el epitafio un par de veces más, susurrando cada palabra, saboreando cada sílaba. Esas letras estaban ya grabadas a fuego en su mente. No podía explicar aquella fascinación hacia esa tumba en concreto. Quizá era debido a su pasión por la intrahistoria, por esas particulares vidas de personas anónimas que vivieron momentos históricos peculiares. Sin embargo, era plenamente consciente de que algo más profundo e inexplicable estaba provocando en él aquella obsesión. Un deseo irrefrenable de saber más, alentado por una voz interna que le pedía regresar una y otra vez allí, a los pies de aquella sepultura. Esa obsesión había llegado hasta tal punto que se había pasado los últimos dos meses investigando el porqué, el cuándo y el cómo.
  Cerró los ojos y no tardó en aislarse del viento y la soledad del cementerio para recordar, punto por punto, todo lo que había averiguado sobre aquel hombre llamado Ignacio Díaz Zuazua.
  Tras las primeras búsquedas en la Red los resultados habían sido insatisfactorios. Apenas un par de entradas con alguna información importante, aunque escasa. Ignacio Díaz Zuazua llegó a ser profesor de la Institución de Libre Enseñanza en los campamentos de verano que esta revolucionaria y novedosa institución organizaba a principios de siglo. No obstante, en la web de la Institución donde se aportaba este detalle, no existía ninguna referencia más allá del nombre y de las fechas de la colaboración de Díaz Zuazua en los citados campamentos. En cierto modo, esa información no era una sorpresa. En aquel cementerio, el Civil, yacían muchas de las figuras de renombre del librepensamiento español de finales del XIX y principios del XX, con Giner de los Ríos como representante principal.
  Recordó de inmediato el siguiente paso. Gracias a su profesión —era licenciado en Historia y archivero— no le había costado bucear en los diferentes archivos estatales. Tras una consulta electrónica en PARES —Portal de Archivos Españoles—consiguió las referencias de tres expedientes en los que aparecía el nombre de Ignacio Díaz Zuazua. Los dos primeros pertenecían al Archivo Histórico Nacional y un tercero al Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca. Una escasa semana después se había presentado en el Archivo Histórico para consultar los expedientes existentes allí, que trataban de la causa abierta por el Gobierno de Primo de Rivera contra Díaz Zuazua y otros por rebelión contra el Estado. Aún recordaba nítidamente como le temblaban las manos al tocar por primera vez aquellos documentos que le acababa de entregar el auxiliar encargado de servir las consultas. Los ojeó con la curiosidad de un niño al abrir los regalos de Navidad, anotando compulsivamente en su libreta de investigación los datos más importantes que aquellos papeles guardaban en su interior. Repasó la declaración de Díaz Zuazua tras ser detenido en 1928, las investigaciones de la policía de la dictadura primorriverista, las anotaciones de los abogados defensores y las negociaciones para conseguir la libertad con fianza. Recibir toda aquella información fue como una descarga continua de adrenalina que duró más de dos horas. Tanto fue así que, al recordar aquella mañana en la sala de investigadores del Archivo Histórico, allí, al pie de la tumba de Ignacio Díaz Zuazua, en la soledad de un cementerio a punto de cerrar y con el ocaso de la tarde ensombreciendo Madrid, volvió a sentir un escalofrío que erizó hasta el último pelo de su cuerpo.
  Un masón, exprofesor de la Institución de Libre Enseñanza, relacionado con miembros del Partido Radical de Lerroux, acusado de rebelión contra la dictadura y apartado de su cargo como funcionario de prisiones. Un cese que, seguramente, y junto con su encarcelación, le provocó una amargura tal que acabó con su fallecimiento. Aquello se puso muy interesante, sin duda. Pero había una cosa que no podía saber, incluso estudiando bien aquellos expedientes. Un detalle muy importante, quizá. No resultaba posible saber si Ignacio Diaz Zuazua era inocente o culpable. Era evidente que la dictadura de Primo de Rivera intensificó la persecución de los masones y otros colectivos susceptibles de ser calificados como subversivos, pero a tenor de los expedientes, donde venían reflejadas las declaraciones de policías, fiscales y acusados, resultaba muy aventurado llegar a una conclusión irrefutable de la inocencia o culpabilidad de los reos. ¿Fue Ignacio Díaz Zuazua objeto de un montaje? ¿Víctima de un error, quizás? ¿Era legítimo luchar contra la dictadura, incluso planeando un golpe de estado?
  Sin embargo, a pesar de todos aquellos interrogantes, la sensación que tenía es que aquello no era lo que estaba buscando, que necesitaba otro tipo de preguntas y otro tipo de respuestas. ¿Qué estaba buscando realmente? ¿Y por qué? ¿Cuál era el objeto final de su ansia por conocer la vida y muerte de Ignacio Díaz Zuazua?
  En ese momento, cuando había comenzado a hacerse aquellas perturbadoras preguntas, aún quedaba un expediente por consultar: el que guardaba el Centro Documental de la Memoria Histórica. Aprovechó un par de días libres que le debían en el trabajo para viajar hasta Salamanca. Mientras conducía por la A-50 y dejaba atrás el agreste paisaje castellanoleonés, recordó la fecha del expediente anotada el registro de PARES: 1942-1945. Aquella fecha resultaba desconcertante, ya que Ignacio Díaz Zuazua había fallecido en 1930, a tenor del epitafio de su tumba. Después de consultar el portal, lo primero que se le había venido a la cabeza es que se trataba de un error en la transcripción. Lo que no cuadraba era el título del expediente, que no daba lugar a dudas. Era una nueva causa abierta contra Ignacio Díaz Zuazua por un delito de masonería. No obstante, la institución acusante se trataba, esta vez, del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, creado en 1940, en los primeros tiempos del franquismo. Es decir, diez años después de su muerte. Definitivamente, algo no encajaba. Y esa sensación de estar ante otro misterio aún más fascinante resultaba tan emocionante como embriagadora.
  Los trámites para el acceso a la sala de consulta fueron sencillos y rápidos. No pasaron ni veinte minutos desde su llegada hasta que se encontró delante del expediente. De nuevo, lo manipuló como si se tratase de un tesoro oculto que acaba de ser descubierto, tras años y años esperando a que alguien lo profanara. La información que le reportó la lectura de aquel expediente resultó clarificadora. Ignacio Díaz Zuazua fue encausado por los datos que el tribunal tomó de los registros del Ministerio de la Gobernación del periodo primorriverista, en los que Díaz Zuazua aparecía como miembro —con el nombre en clave “Egipto”— de una logia masónica afincada en Madrid. Se había dictado una orden de busca y captura contra él, que resultó infructuosa. Las declaraciones de los policías que lo buscaron indicaban que habían descubierto su tumba en el cementerio Civil de Madrid, pero no su certificado de defunción. Por esa razón, el expediente se encontraba sobreseído temporalmente, ya que nadie pudo certificar la muerte de una manera oficial.
  Fue en ese preciso instante, tras terminar de leer aquel expediente, cuando por fin entendió todo. Necesitaba encontrar el certificado de defunción y añadirlo a la causa sobreseída de forma temporal por aquel tribunal franquista. Solo así se cerraría el circulo. Una luz atemporal se encendió en su ser consciente: no sabía explicar cómo, pero esa era la respuesta que estaba buscando.
  Durante el mes siguiente estuvo muy ocupado buscando aquella prueba definitiva. Había sido una tarea difícil, incluso dura; tras días enteros de burocracia y discusiones con los más variopintos funcionarios y trabajadores de los registros eclesiásticos. Tan solo una semana atrás, cuando ya empezó a creer que el documento que certificaba la defunción se había perdido o no había existido nunca, fue cuando cayó en la cuenta. Quizás el registro se hizo con el nombre en clave que le pertenecía como integrante de una logia, y no con su nombre oficial. Regresó de nuevo a los mismos lugares donde había estado investigando, preguntando esta vez por un tal Egipto Díaz.
  Y, tras setenta y tres años, después de que en 1945 se diera por perdido, aquel certificado apareció.
  —Lo encontré, Ignacio. Y lo añadí a tu expediente —dijo, susurrando, aún delante de aquella tumba—. Tu caso está cerrado.
  El viento aumentó su velocidad y, con él, el intenso murmullo de las hojas arremolinándose entre las tumbas.

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