LA LEGIÓN DE LA MUERTE


Quizás en esa nueva madrugada
queden esquirlas de la noche.
Quizá lo que fue,
lo sea siempre,
y en ese mundo ignoto
podré volver a verte.
Sergio Ituero, Cornadas.


Las horas de trabajo comenzaban a causar mella en su espíritu. Se miró al espejo tras lavarse la cara un par de veces y maldijo en voz baja. Su rostro había perdido el brillo. Resultaba más que evidente que aquella historia la había absorbido. Quizá demasiado.
  Regresó a su escritorio y se sentó delante de su portátil. Después de seis meses trabajando en aquel páramo perdido de la antigua Germania ya casi había terminado su informe final. Cuando aterrizó allí, tras una infernal lucha con los patrocinadores de la excavación y con el departamento de arqueología del que todavía era profesora adjunta, supo de inmediato que aquel yacimiento no tenía nada de extraordinario. Un campo de batalla, espadas, lanzas, algún casco de legionario y huesos más o menos conservados. Hasta ahí todo normal. No era necesario ser doctor en Historia para saber que aquella zona fue lugar asiduo de batallas entre las legiones de Marco Aurelio y las tribus germanas rebeldes, aquellas que no se postraban al poder de Roma.
  Todo cambió cuando uno de los becarios adscritos a la excavación encontró aquella caja. Estaba semienterrada en lo que parecía ser una pira funeraria, emplazamiento usado con toda seguridad para incinerar restos humanos. Tras los análisis realizados, la conclusión fue que aquella caja estaba tallada sobre condrita, un material que, para sorpresa del equipo, resultaba ser el componente principal de los meteoritos rocosos. Se trataba de un recipiente pequeño, alargado y provisto de una tapa del mismo material que la base. Pero, sin duda, lo más impactante era lo que contenía en su interior.
  A partir de ese momento, ese fue el objetivo prioritario de su trabajo. Analizar desde el punto de vista histórico las decenas de pergaminos que se encontraban en el interior de aquella enigmática caja. Un centurión, Claudio Quinto Tiberio. Una suerte de diario de campaña. Una misión. Y tras todo eso, la sombra del siempre oscuro Lucius Aurelius Commodus Antoninus.
  Comenzó a leer la transcripción por enésima vez. Cada vez que lo hacía tenía la sensación de estar ante una historia de ciencia ficción, nada que ver con la ciencia histórica. Aquello era tan increíble que resultaba difícil darle una mínima credibilidad. Sin embargo, las pruebas a las que fueron sometidos los pergaminos no daban lugar a la duda: pertenecían a la misma época en la que estaba fechado el yacimiento. No se trataba de una broma de mal gusto ni de una falsificación. El que había escrito aquel diario de campaña era sin duda un centurión romano, un centurión al mando de una legión desconocida. Una legión con un nombre tan sombrío que daba miedo pronunciar.
  La fascinación que la doctora Hesse sentía por aquella historia contada en primera persona era tan profunda que, en ocasiones, se sentía poseída. Claudio ya formaba parte de su vida. Tanto, que no podía evitar ruborizarse cuando pensaba detenidamente en aquel centurión. A veces tenía la absurda sensación de estar enamorada de él, de un hombre muerto casi dos mil años atrás. Hasta tal punto que, cuando comenzaba a releer su relato, caía en un trance en el que parecía que Claudio Quinto Tiberio hablaba, pensaba e incluso sentía a través de ella.
  Seleccionó las transcripciones de los pergaminos más importantes y comenzó de nuevo a ensimismarse en aquella historia.

  Invierno. Día cuarto del segundo mes de campaña.
  La noche es muy fría. El campamento está tranquilo. He dejado varios hombres de guardia. A pesar de que el territorio está pacificado, conviene ser precavido. Gracias a los dioses, nuestras corazas son negras. En la oscuridad parecemos seres del inframundo y da la sensación de que somos nosotros los que nos ocultamos del enemigo, y no al revés. Las condiciones son duras. Apenas tenemos provisiones. Y nadie vendrá a ayudarnos. No somos soldados de Roma. Luchamos para Roma y por nuestro César, Lucius Aurelius Commodus Antoninus, pero no nos está permitido lucir el águila imperial. Yo, Claudio Quinto Tiberio, cumplo las órdenes tajantemente a pesar de la humillación que supone estar al mando de esta misión de locos. Mi pasado no importa. Soy un proscrito, un apestado en la Legión. Como lo son mis hombres. Algunos de ellos, buenos soldados. Otros, no tanto. Quizá muchos se merezcan estar aquí.
  El objetivo aún no ha dado señales de vida. Ya dudo incluso de su existencia. Pero las órdenes son claras: eliminar a los sonámbulos. A todos y cada uno de ellos. Nuestros espías en la zona informaron al mando de la Legión en Germania. Las dos primeras guarniciones masacradas no fueron atacadas por guerreros tribales. Los mataron a dentelladas, hasta la muerte. Muchas de las aldeas nativas aledañas también sucumbieron. Los llamaron sonámbulos por su paso lento y torpe, como si estuvieran en una especie de trance. En Roma saltó la alarma cuando las siguientes guarniciones atacadas eran ya las próximas a la frontera. Nadie sabía quién era aquel nuevo enemigo. Los rumores comenzaron a resultar peligrosos. Los legionarios que sobrevivían contaban historias espeluznantes, de monstruos sin alma devoradores de carne. Muchos de ellos enfermaron, murieron y resucitaron, como si se tratase de espectros que habían regresado cruzando las puertas de Averno. No caían. No desfallecían. Solo al separar con el filo de la espada la cabeza de sus errantes cuerpos, dejaban de existir. Se habló de la peste, de alguna enfermedad desconocida, del castigo de los dioses por los desmanes de nuestro emperador. Por esa razón, el ejército se retiró hasta nuestras fronteras. Dejaron atrás a los heridos y a los enfermos, Germania estaba maldita. Y estaba terminantemente prohibido hablar de ello.
  Por eso me hallo aquí, al mando de diez mil hombres repartidos a lo largo de una línea de seguridad. Nos encontramos cerca de la frontera, en territorio hostil. Un centurión como yo convertido en general, con el rango de legado, sin si quiera haber pertenecido a la clase senatorial, comandando una legión secreta cuya única misión es esperar a que esos seres aparezcan. Los últimos rumores decían que se estaban concentrando, formando un ejército sin alma y sin mando. Lo que nadie imagina es que mi ejército también carece de alma. Asesinos, violadores, ladrones y jugadores empedernidos componen lo peor de la legión; incluso condenados a muerte. Aquí están, a mi mando, junto con otros soldados, estos de honor, acusados injustamente por algún enemigo o presos de su herencia familiar. Mercenarios otros, dispuestos a morir o matar por un puñado de monedas.
  Todos seguimos esperando.

  Invierno. Día décimo noveno del segundo mes de campaña.
  El emplazamiento elegido a lo largo de la línea defensiva es perfecto. La mayor parte del terreno esta desprovisto de vegetación y de bosques, por lo que resulta idóneo para una batalla a gran escala. Hace un par de semanas que ordené limpiar el terreno de arbustos y de árboles en las zonas con menos claros. Gracias a que he recibido otros dos mil desgraciados voluntarios, el trabajo ha sido satisfactorio.
  Sin embargo, este lugar parece abandonado por los dioses. No he visto ni un solo bárbaro vivo. Ni saqueadores, ni campesinos, ni enemigos. Parece como si se los hubiera tragado la tierra. A la semana de llegar, una familia pasó por el campamento. Estaban huyendo de algo, pero no se atrevieron a decirnos de qué. Únicamente nos entregaron una piedra que, según el pater de aquella familia, estaba maldita. Los dioses la habían envidado desde el cielo eterno. La guardé en mi aposento. Por sus dimensiones decidí tallar un cofre donde esconder este diario de campaña. Se que no lo podré llevar de vuelta a Roma. La instrucción de mi superior fue tajante: hacer nuestro trabajo y callar.
  Nadie en todo el imperio debe saber qué es lo que ocurre aquí. Permanecer en silencio o ser ejecutado, esa es la única elección.

  Invierno. Día vigésimo primero del segundo mes de campaña.
  Ya están aquí. Son miles de ellos. Acabo de dar la orden. Todos mis hombres están dispuestos. Ahora, en mi tienda de mando, espero a mis oficiales para desearles suerte. Noto nervios y terror. Esos desalmados se están acercando a nuestra posición. Gimen y se arrastran como seres del inframundo. Por lo que acabo de ver desde la empalizada, algunos de ellos tienen horribles amputaciones y, a pesar de eso, siguen andando sin descanso, sin tregua, como si algo les empujara a seguir adelante. Es la hora. En cuanto mis oficiales se incorporen a sus puestos me enfundaré el casco de legado y me pondré al frente de toda la legión.
  Se acerca el momento de dar la orden de ataque. Que los dioses nos protejan. Este puede ser el último de mis días.

  Invierno. Día vigésimo segundo del segundo mes de campaña.
  Todo ha terminado. Casi un día entero luchando, peleando con esos monstruos. Es posible que mi ejército esté compuesto de los peores hombres, pero han sido disciplinados; incluso más carentes de humanidad que nuestros enemigos. Hemos acabado con todos. Lo más duro ha sido terminar con nuestros propios soldados que, al caer heridos mortalmente por alguna dentellada, no tardaban en resucitar y volverse contra sus compañeros.
  Afortunadamente, todos mis legionarios tenían la consigna principal bien aprendida. Nunca jamás en la historia de las grandes batallas, tantas espadas y lanzas han atravesado tantos cráneos como en la de hoy. Sin embargo, las bajas son cuantiosas. Sin contar con los que están enfermando y van a morir bajo la espada piadosa de un compañero. Necesito descansar. Las nuevas órdenes de Roma son concisas: avanzar dentro de Germania y limpiar el territorio de sonámbulos. Hasta el último de ellos.

  Invierno. Día vigésimo cuarto del tercer mes de campaña.
  Ha pasado más de un mes desde la batalla principal. El interior de la Germania no romana está prácticamente muerto. Las aldeas están desiertas, muchas de ellas abandonadas tal y como estaban. Mis oficiales piensan que la gente ha huido, que la maldición de los dioses es tan poderosa que, estas tribus, tan apegadas a su tierra, han decidido marcharse al este. Cerca de una de estas aldeas hemos encontrado a una especie de brujo, escondido en una cueva, agazapado en la oscuridad. Uno de nuestros traductores ha hablado con él y lo que le ha contado ha acabado por confirmar la magnitud divina de los hechos. Al parecer, los sonámbulos empezaron a aparecer cuando una cadena de rocas cayó del cielo. Parte de esas rocas estaban congeladas y comenzaron a descongelarse con la llegada del calor del verano. El anciano nos aseguró que los efluvios que emanaban las rocas fueron los causantes de esta maldición. Hicieron enfermar a aquellos que se acercaron demasiado. Le preguntamos si había visto más sonámbulos, pero contestó que, desde que la gente se había marchado, ya no quedaban aldeas habitadas. Los sonámbulos emigraron al oeste, buscando nuevas presas. Todo comenzó a tener sentido. Esa fue la razón por la que nos los encontramos frente a la línea defensiva. Fueron a por nosotros. Quizá nos olieron, como un animal salvaje hace con su presa. Y acudieron a nuestro encuentro desde todos los puntos de Germanía.
  Con toda seguridad ese es el motivo por el que apenas hemos tenido que enfrentarnos a ellos en el interior. Si todo sigue así, en muy poco tiempo podremos enviar un mensajero a Roma para informar de nuestra victoria final. Germania pronto estará libre de esta maldición.

  Invierno. Día décimo cuarto del sexto mes de campaña.
  Por fin hemos cubierto prácticamente la totalidad de la Germania conocida y no tan conocida. Eliminados los últimos reductos de sonámbulos, creo que ya terminamos con nuestro ingrato trabajo. Los antiguos habitantes de estos lugares han comenzado a regresar. Todo parece como un mal sueño que llega a su fin. Estoy apesadumbrado por las condiciones que hemos tenido que soportar: muchas de las bajas han sido causadas por el frío y el hambre más que por los combates.
  Volvemos a casa. Primero a nuestra línea defensiva, a nuestros campamentos. Roma ya está informada. Espero que nos licencien pronto. Quiero volver y limpiar mi nombre.

  Invierno. Día sexto del séptimo mes de campaña.
  Debí imaginármelo. Ese bastardo de Cómodo es un cobarde. Llevamos ya un día de asedio. Mis hombres y yo regresamos ayer al campamento principal. Apenas quedamos mil. El regreso fue digno de una proeza. Sin provisiones, en pleno invierno, a pie. Muchos de mis legionarios enfermaron por el hambre, por el frío y por el cansancio. Murieron antes de llegar. Algunos, asesinados por sus propios compañeros por un pedazo de pan. Otros, en los enfrentamientos con las tribus locales que ya habían regresado a sus hogares. En lugar de agradecernos haber acabado con los sonámbulos nos culpan de todas sus desgracias. Y nos lo han hecho pagar con sangre.
  Pero eso no es un problema para un legionario. Soportar la muerte, la agresión del enemigo natural, las penalidades. Forma parte de nuestra vida. Lo que no es concebible es ser traicionado por tu propia patria. Esta es nuestra recompensa por haber salvado a Roma de una invasión de demonios caníbales. Siete legiones nos esperaban a nuestro regreso. Sin mediar palabra nos atacaron con toda su potencia y logré, a duras penas, llegar a mi campamento fortificado con un puñado de hombres. Un día entero de asedio. Ahí fuera están los mejores soldados de Roma dispuestos a acabar definitivamente con nosotros. Sus órdenes son claras: borrar de la faz de la tierra a la Legión de la Muerte, creada para acabar con la amenaza más grave que ha tenido Roma en toda su historia. Es evidente que para el Emperador toda esta crisis es algo muy incómodo. El pueblo habla, rumorea, especula. Quizá muchos piensen que los dioses han maldecido su reinado. No hay lugar a las dudas. Para el imperator este episodio debe ser silenciado para siempre junto con los testigos de su existencia: Yo, Claudio Quinto Tiberio y los pocos hombres que ahora mismo me contemplan, bajo la luz las velas, mientras escribo estas mis últimas palabras.
  Acaban de sonar las trompetas. Las legiones de Cómodo van a lanzar su ataque final. Veo a mis legionarios poniéndose el casco con marcialidad.
  Vamos a morir y moriremos con orgullo.
  Moriremos como soldados de Roma.
  Luchando contra Roma.

  Una lágrima surcó su mejilla. No podía evitar emocionarse cada vez que leía ese pergamino final. Se secó las lágrimas con la manga de su pijama. Ya era tarde y tenía que acabar su informe sobre la valoración final del contenido histórico de aquellos pergaminos. Colocó las manos en el teclado y comenzó a escribir.
  «Escaso valor histórico. Con toda seguridad se trata de una historia inventada por su autor, debido a razones que desconocemos. Su contenido lo hace científicamente imposible. No se ha constatado jamás una enfermedad infecciosa como la descrita en el pergamino y no hay rastros en la zona de actividad meteórica. Tampoco existen fuentes que nos hablen de esta “Legión de la Muerte” ni de los hechos descritos. Sólo es destacable como mito, como fábula. En ese campo, sí tiene valor, dada su antigüedad y su carácter de hallazgo escrito. Fin del informe.»  La doctora Hesse no estaba segura de aquella conclusión. La fuerza del relato le daba una connotación de realidad que resultaba difícil obviar. Sin embargo, no podía jugarse su carrera académica dando verosimilitud a aquella historia. ¿Una plaga de muertos vivientes en la antigua Roma? ¿Un virus procedente del espacio exterior?
  A pesar de que estaba convencida de que Claudio Quinto Tiberio existió y contaba la verdad, todo aquello sonaba a ciencia ficción. Por esa razón, guardó la caja de condrita en su maleta, envió el informe y dio por concluido su trabajo. Aquella caja, única prueba material que daba cierta verosimilitud a aquel relato, jamás vería la luz.
  Mientras se preparaba para meterse en la cama, no pudo evitar pensar que aquel centurión acababa de ser traicionado de nuevo.
  Traicionado por ella, dos mil años después.

Comentarios

Entradas populares de este blog

NOCHE EXTREMEÑA

OTOÑO ROJO

MELANCOLÍA