ESPECTROS DE TETUÁN

Basado en un hecho real


La calima de un caluroso verano cubría el horizonte de Madrid. Aquel inicio de vacaciones prometía ser jugoso, dadas las escasas responsabilidades de mi vida juvenil. No me había ido mal en el cuatrimestre de junio, tenía dinero ahorrado y mis padres estaban en la playa, junto con mi hermana. Tenía la casa para mí solo. El sueño de cualquier universitario. Tocaban unos días de relajación, diversión y disfrute total de mi momentánea independencia.

 Mi casa. Más de cien años contemplaban aquellas paredes de nuestro hogar. Situada en un norteño barrio de Madrid, se trataba de una casa unifamiliar dotada con un generoso patio, al que se accedía por un pasillo estrecho y oscuro que daba a la calle. Dentro de la finca, además de la nuestra, había una segunda vivienda; una vivienda ya deshabitada por el fallecimiento, años atrás, de mis ancianos vecinos.

 Aquello era una fortificación urbana. Puerta de hierro en el exterior de la finca, barrotes en todas las ventanas del interior, muros gruesos y antiquísimos por doquier. El patio colindaba con un árbol perteneciente a otra de las parcelas anexas. Un enorme cerezo que sobresalía por nuestra tapia y florecía en primavera, dejando rastros de hojas y frutos en el empedrado suelo de la corrala. El silencio, además, era tan absoluto e inquietante que daba verdadero respeto. Aquello se parecía más al claustro de una abadía benedictina, sita en alguna montaña lejana, que a una finca del casco urbano de Madrid. 

 En conjunto, la estampa de nuestro hogar siempre desprendió un aroma modernista, cuasi parnasiano, mezclado con la estética de una novela de Emilio Carrere.

 Pero, volviendo al principio, decía que el inicio de aquel verano prometía ser un cúmulo de diversiones. Era sábado, si la memoria no me falla, y regresaba de una tarde-noche de risas, copas y amistades. No debían ser aún las tres de la mañana cuando regresé. Atravesé el pasillo del exterior y accedí al patio. La penumbra que formaba el reflejo lunar resultaba fantasmagórica, como en todas aquellas noches de verano. No obstante, y como ya he descrito, lo que más llamaba la atención, siempre que llegabas de la calle, era el contraste entre el ruido de la ciudad y el silencio que cohabitaba allí. Un silencio tan misterioso como relajante, tan estremecedor como liberador.

 Entré en casa y me deslicé a la cocina. Tenía hambre y escaso sueño. No recuerdo bien si me preparé un bocadillo o engullí el embutido directamente del envase. Lo cierto es que, después de entrar en mi habitación, cerrar la puerta y quitarme la camisa, acabé recostándome en la cama. Encendí un cigarro con la intención de dejar pasar el tiempo, de provocar una repentina aparición de la somnolencia. 

 No tuve tiempo de conseguirlo. Algo me sobresaltó.

 Fueron tres golpes de nudillo; los recuerdo perfectamente. Tres golpes acompasados, no demasiado violentos, pero golpes al fin y al cabo. Difícil que fueran provocados por una ráfaga de viento o cualquier otra circunstancia de origen natural. No pude hacer otra cosa que quedarme paralizado, estupefacto, pendiente de cualquier otro ruido. Y vaya que si llegó. Medio minuto después, aquellos tres primeros golpes se convirtieron en un escandaloso aporreo del contrachapado. Fue un meneo de tal intensidad que la puerta de mi dormitorio llegó a tambalearse.

 Reaccioné enseguida. Tras armarme de valor pregunté de forma insistente si había alguien allí. No recibí respuesta. Tampoco se repitieron los golpes. Solo silencio. Un silencio que me pareció eterno, infinito; un sepulcral silencio que se mantuvo mientras decidía si lo mejor era abrir aquella puerta o esconderme debajo de la cama.

 No podía quedarme ad eternum en mi habitación. Salí al pasillo, asustado y tembloroso, plenamente convencido de que alguien se encontraba dentro de la casa. Repetí mi pregunta varias veces, en esta ocasión levantando la voz. Nadie contestó, ni siquiera el silbido del viento. Registré toda la casa en profundidad, ya armado con la vetusta escopeta de caza de mi padre. Accedí al patio, al pasillo exterior, incluso eché una ojeada por la ventana de la vivienda abandonada que colindaba con la nuestra. Nada. Ni rastro de vida. Solo silencio y quietud. Lo único que vi moverse fueron las ramas del cerezo, empujadas por la leve brisa veraniega que comenzaba a levantarse.

 Pasé la noche en vela sentado en el cuarto de estar; con todas las luces encendidas y agarrado a aquella escopeta de caza, atento a cualquier mínimo ruido. Cierto es que no volvió a ocurrir nada extraordinario. No volví a escuchar los terroríficos golpes que aporrearon la puerta de mi cuarto. El amanecer acabó sorprendiéndome mientras recostaba la cabeza en el sillón. Y acabé sumiéndome en un profundo sueño.

 Unas horas después, pasado el mediodía, desperté cubierto de sudor y con aquella antigua escopeta en mi regazo. Tardé unos minutos en ordenar mis pensamientos y recordar con exactitud todo lo ocurrido. Puertas cerradas, ventanas con rejas, entrada exterior tan inexpugnable y cerrada como siempre. Recordé haberlo revisado todo antes de atrincherarme en el salón. O mi familia había regresado de la playa para gastarme una muy pesada broma o era imposible que nadie hubiera entrado en la casa. De hecho, los llamé. Ni mi padre ni mi madre tenían la más remota idea de lo que les estaba contando. Se escuchaba el mar de fondo, a través del teléfono. Un ruido de olas, viento y voces que desbarató la posibilidad de que hubieran regresado por sorpresa, y que descartó lo de la broma de mal gusto como explicación.

 Por eso, aún hoy, y ya pasados los años, sigo preguntándome quién (o qué) golpeó la puerta de mi habitación en aquella noche de verano. 


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