LA FINCA

Una noche de enero en un castizo barrio de Madrid.



Aquella noche invernal y lluviosa empezó como cualquier otra. Más allá del típico sospechoso de trapichear cerca de la boca del metro, que estaba ya a punto de cerrar, y algún conato de pelea —como todo viernes noche—, no habían atendido ningún aviso más. Por esa razón, llevaban un par de horas dando vueltas en el coche patrulla. 
  Apenas conocía a su compañero. Acababan de trasladarla allí, a la comisaria de aquel barrio, después de pasarse cinco años trabajando en la Brigada Central de Información. López parecía un tipo majo. Más o menos de su edad, año arriba, año abajo; poseía un carácter serio, buena planta y físico cuidado. Demasiado callado, quizá, aunque por lo poco que había extraído de su parca conversación debía de tener una vida estable y equilibrada. 
  —¿Cómo es que te han trasladado aquí?
  Ella no se sorprendió por la pregunta en sí. En realidad, se sorprendió porque se trataba de la primera vez que su compañero iniciaba una charla. 
  —Lo he pedido yo. 
  —¿Problemas en tu anterior destino?
  —Prefiero no hablar de eso. 
  La femenina y entrecortada voz de la emisora acabó interrumpiendo aquella conversación. Aunque eso a Martina no le importó demasiado. No deseaba hablar sobre su traslado más de lo necesario.
  Se trataba de un aviso. Una mujer de avanzada edad vagando por la calle, gritando y pidiendo ayuda. La dirección exacta, apenas a tres bloques de donde se encontraban. La agente Espejo, que conducía, detuvo el coche patrulla y metió marcha atrás. Ejecutó una perfecta maniobra para cambiar de sentido y pisó el acelerador. 
  —Gira por la siguiente —soltó López, lacónico. 
  Ella le miró, de soslayo. 
  —¿Un atajo?
  —Llevo tres años en esta comisaria. Ya me conozco el barrio. 
  Giró a la derecha en cuanto el vehículo alcanzó la primera bocacalle. Después, tras reducir la marcha, volvió a girar en la misma dirección. Fue entonces cuando la figura de una anciana se hizo visible a la luz de los faros del coche, entre la lluvia y el pálido reflejo lunar. Se encontraba en una de las estrechas aceras de la calle, compuesta por dos hileras de añejos edificios de principios de siglo. La mujer vestía una bata azul y zapatillas de andar por casa. La lluvia caía sobre ella y estaba sola, por lo que la agente Espejo supuso que algún vecino habría llamado a la comisaría, desde su casa, al verla vagar en medio del chaparrón. 
  Detuvo el vehículo muy cerca de la anciana, que parecía haber ignorado el hecho de que tenía un coche patrulla frente a ella. 
  —Buenas noches —dijo Martina, tras bajarse del coche—. ¿Me oye, señora?
  La mujer apenas reaccionó. Tenía la mirada perdida, ausente, prácticamente vacía. La insistente lluvia que la estaba calando hasta los huesos tampoco parecía perturbarla. 
  —Señora, somos policías —aseveró López a continuación.
  La anciana seguía sin reaccionar tras las palabras de su compañero. Martina decidió posar una mano en el hombro de la mujer, tras ponerse a su altura. 
  —¿Puede oírme? —preguntó de nuevo. 
  Salió de su estado seminconsciente en cuanto notó aquella mano sobre su hombro. Parecía que sus ojos acababan de regresar de algún lugar tan lejano como lóbrego. 
  —¡Mi marido! —exclamó la mujer—. ¡No ha vuelto!
  La lluvia acababa de aumentar su intensidad y la agente Espejo tuvo que levantar la voz para hacerse oír. 
  —¿Su marido? ¿Vive con su marido?
  —¡Tienen que encontrarlo! ¡No ha vuelto!
  La agente Espejo miró a su compañero y este le devolvió la mirada con un gesto de evidente complicidad. Aquella señora no debía de estar bien. Quizá algún tipo de demencia. No era solo su mirada perdida, era la expresión de su cara; desencajada, retorcida, carente de cualquier atisbo de cordura. 
  —¿Vive usted cerca? 
  La mujer respondió a la agente Espejo agitando la cabeza. Después, señaló el portal más próximo y se dirigió a él. López y Espejo entraron, detrás de la anciana, cuando esta acabó de abrir la envejecida y destartalada puerta de la finca. 
  Las escaleras eran tenebrosas y hoscas, con los escalones gastados por el paso del tiempo y las paredes desconchadas por la falta de cuidados. El interior del edificio poseía el aspecto que suelen tener las fincas antiguas y cuasi abandonadas, aquellas que están a punto de ser demolidas o que son adquiridas por fondos buitre para desalojar a sus inquilinos. La vivienda se encontraba en la tercera planta, que compartía solo con otro piso. Aquel descansillo se encontraba, a su vez, escasamente iluminado por un amarillento y parpadeante farol. Mientras López accedió al interior de la casa, junto con la anciana, Martina fue a comprobar si alguien vivía en el piso de enfrente. No obstante, tras tocar el timbre y golpear la puerta con insistencia, nadie respondió. Ni siquiera escuchó el más mínimo ruido. La decena de cartas que se agolpaban en la rendija inferior de la puerta la convencieron de que aquella casa no estaba habitada. 
  Cerró por dentro cuando entró en el piso de la anciana. Trastos de todo tipo y papeles antiguos se agolpaban en el pasillo principal, así como en los muebles del salón. El olor a cerrado, a periódico viejo y a naftalina lo impregnaba todo. Ella se había sentado en uno de los sillones, todavía empapada, y les observaba con curiosidad entre la amarillenta luz de la única bombilla que aún funcionaba.
  —¿Son ustedes de la policía? 
  —Así es, señora —respondió Martina, enseñando la placa de su uniforme—. Usted no se preocupe por nada, estamos aquí para ayudarla. 
  —Pues tienen que encontrar a mi marido. Ha salido esta noche y no ha vuelto. ¡Aún no ha vuelto!
  —¿Cómo se llama su marido? —preguntó esta vez López. 
  La mujer dudó. Dio la impresión de que estaba tratando de recordarlo. 
  —Vicente —respondió, por fin—. Se llama Vicente. 
  —¿Y sus apellidos? —inquirió Martina acto seguido. 
  En esta ocasión, la anciana puso cara de circunstancia. Su mirada denotó, enseguida, que no iba a poder darles aquella información. O los había olvidado o quizá su supuesto marido no era más que una entelequia producto de su imaginación. 
  —Bien, busquemos por la casa. A ver si localizamos el DNI de esta mujer —dijo Martina, dirigiéndose a su compañero.
  Mientras López se afanaba en comprobar las habitaciones, la agente Espejo se centró en registrar los muebles del salón. El teléfono era bastante antiguo y no funcionaba. Apenas había un par de números en la agenda, ninguno de ellos perteneciente a terminales móviles. Las únicas fotografías que había en las repisas pertenecían a una pareja de recién casados. Martina pudo deducir que fueron tomadas en los setenta, ya que tenían el típico color sepia de aquella época. Al parecer, la mujer decía la verdad y sí estaba casada. La chica vestida de novia que salía en las fotos era muy parecida a ella, pero con cuarenta años menos. También encontró dos fotos más recientes, estas de un hombre ya maduro. Cuando las comparó con las de la pareja, estuvo segura de aquel hombre se trataba del marido de la anciana. La más reciente de aquellas fotografías databa de los noventa, tal y como indicaba la anotación del dorso. 
  —Lo tengo.
  López acaba de regresar del dormitorio principal. Llevaba en su mano el susodicho carné de identidad. Después de echarle un primer vistazo, Martina se llevó la mano al intercomunicador que colgaba de su uniforme.
  —Central, aquí Z-54. 
  —Adelante, Z-54 —replicó la misma voz que les había dado el aviso. 
  —Necesito información sobre Catalina Verdasco Miñón. Número de DNI nueve-cero-seis-cero-seis-cuatro-cero-uno. Letra X-ray. Y que vengan los de servicios sociales cuanto antes. Esta mujer necesita ayuda. 
  —Bien, Z-54. En cuanto tengamos algo contactaremos de nuevo. 
  —Ok, central. Recibido. 
  La única bombilla de la lampara principal se apagó un segundo después de cortar la comunicación. Acto seguido, el estruendo de una de las ventanas, al abrirse de golpe, sobresaltó a ambos agentes; y lo hizo hasta el punto de que llegaron a acariciar sus armas reglamentarias al unísono. Paralizados por el susto, en silencio y en medio de aquella tiniebla, se limitaron a escuchar el silbido del viento procedente del hueco del ventanal.
  Martina sacudió la cabeza y regresó de aquel lapsus temporal para acercarse a la anciana. Se había hecho con una de las fotos y quería enseñársela. Mientras López cerraba la ventana se agachó para mostrársela, con su linterna enfocando a la fotografía. 
  —¿Es este su marido, Catalina?
  La mujer la escrutó, interesada, y de pronto su rostro se iluminó. Abrió la boca para contestar, pero no llegó a hacerlo. 
  Aquellos golpes retumbaron en el interior con un eco inusual, casi de ultratumba. Pero ese segundo incidente no llegó a resultar tan impactante: los golpes provenían de la puerta de entrada. 
  —Serán los del Samur Social —dijo Martina, tras mirar de reojo hacia su compañero y aún agachada—. Abre, por favor.
  López no tardó en regresar, acompañado de un hombre vestido con una chaqueta de lana, un tanto antigua, y unos pantalones de vestir. Debía de tener unos sesenta años, más o menos. Excepto por la palidez de su piel y las ojeras que ensombrecían su rostro, era idéntico al señor de la fotografía. Martina se puso de pie para mirarle más de cerca. Y ya no tuvo dudas. 
  —¿Se llama usted Vicente?
  —Sí —contestó el hombre—. Soy el marido de Catalina. 
  —¿Es este hombre su esposo, señora? 
  Martina se apartó para que la mujer pudiera ver al que decía ser su cónyuge. Ella reaccionó, enseguida, esgrimiendo una sincera y amplia sonrisa. 
  —¡Sí! ¡Es Vicente! —exclamó—. ¿Dónde estabas? —preguntó la anciana, con ansia. 
  —Dando una vuelta —contestó el hombre, después de acercarse al sofá donde Catalina seguía sentada—. Pero ya estoy aquí, querida. 
  —Dentro de un rato vendrán los de servicios sociales para comprobar que todo está bien —informó Martina. 
  El hombre la miró desde aquel sofá, con gesto serio. 
  —No es necesario. La bañaré y le daré algo de comer. No hace falta que venga nadie. 
  —¿Está seguro de que no necesita ayuda?
  —No, gracias; me llevo ocupando de ella desde siempre. Ahora, pueden marcharse. 
  —Pero…
  —Tenemos que irnos, Espejo —intervino López—. Esto es un tema de asuntos sociales. 
  La mirada impaciente y sombría de aquel hombre convenció a la agente Espejo de que lo mejor era marcharse. La mujer no parecía tener marcas de una posible agresión y no parecía desnutrida, de modo que ya no era cosa de la policía. 
  Aunque algo no terminaba de cuadrar, no supo precisar el qué. 


De regreso al coche patrulla decidieron cambiar de conductor y fue López quien condujo el vehículo en dirección a la gasolinera más próxima, situada a diez minutos de allí. Cuando tomaban una de las calles principales del barrio, la voz de la emisora irrumpió de nuevo en el interior del coche. 
  —Z-54, ¿me copian?
  Martina se hizo con el comunicador.
  —Aquí Z-54.
  —Ya tengo la información de la señora.
  —Genial, permanecemos a la escucha.
  —Está en el programa de servicios sociales. Van una vez a la semana. No tiene hijos conocidos.
  —Pero vive con su marido, ¿no?
  —¿Qué marido, agente?
  —Un tal Vicente. Desconozco el apellido. 
  La emisora hizo un ruido de los denominados blancos, como si se hubiera perdido la comunicación de forma momentánea. 
  —¿Central?
  —Sí, Z-54 —respondió la voz de la emisora—. Hay interferencias. 
  —Decía que el marido se llama Vicente. 
  —Se llamaba, Z-54. 
  —¿Cómo?
  —Vicente Salva Parra. Fallecido en su casa el 5 de febrero de 1991. De un infarto, según consta en el registro. 
  El ruido de la estática inundó el interior del coche patrulla. Tras una breve y tensa espera, en la que la emisora no volvió a dar ninguna señal, ambos agentes se miraron entre sí. Lo único que tuvieron claro, entre el repetitivo golpeteo de la lluvia impactando sobre el techo del coche, era que debían regresar —lo antes posible— a la sórdida finca que acababan de abandonar. 

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